El calor era insoportable y el basurero era un caldero putrefacto,
mezcla de deshechos y sudor. Los buscadores de tesoros, como se les conocían a
quienes cruzaban el alambrado del vertedero, para encontrar algún objeto de
valor con el cual pudiera cambiarlo por dinero, pululaban por todo el lugar,
entre los escombros y los inmensos cerros de chatarra, sólidos y descompuestos.
El riesgo era muy grande en relación a la garantía de lo que se pudiera
encontrar, que les permitiera ese día obtener la comida del hogar. Ya uno de
ellos se había cortado la mano con un pedazo de vidrio de un florero fracturado
que permanecía en una de las bolsas negras, que a diario llegaban a ser
lanzados por los camiones de la municipalidad.
Varias puntadas en la clínica, eran prueba del arrojo de estas humildes
personas, que a diario y hasta que los guardas los expulsaba al caer la tarde,
vivían por unas cuantas monedas.
El mejor de ellos, un hombre cincuentón, de aspecto rudo y mediana
estatura, era el más conocido, como el afortunado, que por azares del destino
localizaba las mejores piezas, para la venta.
En una ocasión pudo valerse de sus habilidades para destapar unas cajas
de cartón y descubrir una consola de vídeo juego en relativo estado de
funcionamiento, por lo que logró veinte dólares, una fortuna para estos
infortunados seres humanos. Pilarte, era
como lo conocían, nunca preguntaron por su nombre de pila.
Azucena, era de las mujeres mayores, que
junto con sus dos hijas, una de las cuales abandono el trabajo, cuando se dio cuenta de su
embarazo, y en su lugar, llego una sobrina a continuar con las faenas del
hogar. La anciana, curtida por el sol, fungía más como directora de las dos
chicas, por su debilitado estado de salud, que a pesar de ello, arrogante
continuaba visitando la “mina” para cumplir con su sagrada misión de llevar el
sustento, máxime que pronto vendría otra boca más que alimentar.